-A Tom-
Cada
día retrataba una flor distinta,
una
hoja, un lápiz en el pelo de su hija.
El
dorado prendido en el quiebro de
una
nube,
el
rizo en la cana de una ola.
Sus
lienzos fueron siendo sus hijos,
para
pasar a ser sus nietos y éstos sus
amigos
o enemigos las tardes
que
bebía demasiado.
Todo
estaba ahí, en sus telas, hasta el dolor
más
profundo.
Otro
mundo desaparecía a sus espaldas,
poco
a poco, entre siseos,
hasta
que perdió
la
consciencia.
Nená de la Torriente