Desde
el otro lado de la playa les observo.
Los
botes que van a salir al mar
ya
llevan los ojos del cielo pegados al casco,
el
rocío suave posado en esferas.
Los
hombres que parecen haber nacido cansados,
arrastrando
sus pies, doblando sus rodillas,
anudan
el amarre a su cintura
y
tiran del bote hasta subir de un brinco.
A
voces como dardos
-indescifrables
para mí-
unos
a otros se lanzan
como
auténticos marinos, en saludo breve.
El
mar es su huerta,
y
hasta su cuerpo parece más erguido
en
sus pequeños botes.
El
agua mansa les hace caminos
para
que los crucen silenciosos,
como
si reconocieran el casco bajo su
profundo
y oscuro misterio,
y
miméticos se pierden en la lontananza
como
las crestas del oleaje
de cada amanecer.
Nená de la Torriente