Me gustaban los colores.
Me gustaba la melancolía de la adolescencia.
No tener qué recordar más que un pasado
como el rocío o la calima suspendida.
Me gustaba el arroz de mi abuela,
la cerveza fría, los frijoles.
El olor de las pipas talladas,
tan dulces, tan humeantes.
Me gustaba soñar con despertares,
con los ojos de un extraño entre mil ausentes.
Poder apretar el paso
hacia ninguna parte;
correr hasta que me pitase el pecho en sinfonías.
Me gustaba mi yo entre picos y envolturas,
sin espejos, sin imágenes elegidas.
La voz de mamá dulce y quijote,
la inquietud por la reprimenda sin condena.
Me gustaba ser como nadie semejante,
nueva como el agua en las mejillas.
extrañamente distraída,
la burla de algún otro aún más doliente.
No temer a Dios ni a los hombres,
no huir jamás de la utopía.
Me gustaba vivir sin ser consciente,
moquear, gemir, reír a carcajadas.
Ser parte de un todo imprevisible,
una aventura,
un planeta, un infinito,
esa enorme libreta sin márgenes.
Nená de la Torriente