Confieso
que tenía miedo a mirarme.
No
era como ayer.
No
daba brincos ni la sangre se me encendía
como
llama viva por cualquier cosa.
Confieso
que los jóvenes me incomodaban,
bobalicones
les veía, movían el pie
antes
que la cabeza, demasiado invertebrados,
palominos
de corazón pavesa.
Confieso
que a su edad ya les miraba así,
aún
siendo parecida.
Confieso
que al cumplir los cuarenta me sentí
de
algún modo aliviada, y al tiempo absurda
por
sentirme aliviada.
Confieso
que aún me cuesta entender
muchas
cosas,
pero
quizá no es preciso entender tantas cosas.
Confieso
que poner nombre a todo es absurdo
cuando
se trata de relaciones,
pero
es más absurdo no saber dónde te sientas.
Confieso
que no me quiero mucho
pero
me sobra capacidad para querer en diluvio.
Que
a veces soy muy lista,
y
a veces soy muy tonta,
y
que me cuesta infinito perder la sonrisa.
Confieso
que escribo como hago bizcochos,
y
pinto como hago té, más rápido y torpe todavía.
Pero
confieso que sé que levanto sonrisas
cada
vez que escribo y lo adivino,
y
te escribo a ti, sí a ti
que
hoy me miras, y te abrazo fuerte
para
que sepas que no has estado solo nunca.
Nená de la
Torriente