Los
gigantes son los que tapan el sol
a
media tarde,
sombras
alargadas que llegan de algún
punto
del oeste.
Huelen
a mar y a pescado viejo,
a
puerto sucio,
y
arremolinan las olas con sonidos bruscos.
Cuando
baja la noche con su luna tímida
aún
se les escucha
como
una lejana riña de ebrios de taberna,
un
runruneo de voces desairadas,
de
nubes que chocan, de olas que reniegan.
Luego
llega la calma, una paz extraña.
La
luna toma posición de mando y se instala cómoda.
Algún
grillo, una voz de pareja,
algo
parecido al sonido del sexo
y
un vals de olas para amantes sordos.
Después
la Nada, un vacío estrepitoso,
el
sonido del latido irrumpe en la sala,
la
habitación eres tú,
las
paredes tus piernas, tus manos.
Qué
más da que escribas en ellas.
Enciendes
velas por su aroma y porque
puedes
escuchar el movimiento de sus llamas.
Ya
estás fuera.
Ni
la noche, ni el día, ni la madrugada
¿Qué
cosa era el tiempo, la estancia, la luna, las olas?
Nená de la Torriente