jueves, 25 de octubre de 2012


Los gigantes son los que tapan el sol 
a media tarde, 
sombras alargadas que llegan de algún 
punto del oeste. 
Huelen a mar y a pescado viejo, 
a puerto sucio, 
y arremolinan las olas con sonidos bruscos. 

Cuando baja la noche con su luna tímida 
aún se les escucha 
como una lejana riña de ebrios de taberna, 
un runruneo de voces desairadas, 
de nubes que chocan,  de olas que reniegan. 

Luego llega la calma,  una paz extraña. 
La luna toma posición de mando y se instala cómoda. 
Algún grillo,  una voz de pareja, 
algo parecido al sonido del sexo 
y un vals de olas para amantes sordos. 

Después la Nada,  un vacío estrepitoso, 
el sonido del latido irrumpe en la sala, 
la habitación eres tú, 
las paredes tus piernas,  tus manos. 
Qué más da que escribas en ellas. 

Enciendes velas por su aroma y porque 
puedes escuchar el movimiento de sus llamas. 
Ya estás fuera. 
Ni la noche,  ni el día,  ni la madrugada 
¿Qué cosa era el tiempo,  la estancia,  la luna,  las olas?




Nená de la Torriente