Los
nombres, los límites, las rejas,
afean
los contenidos que nacieron
para
extenderse.
No
sé quién se atrevió a ponerle nombre a la vida,
al
amor, a la poesía,
al arte, a la música, a Dios,
a
un beso, a una caricia,
porque
cuando recibes de la mano, o de visita,
cualquiera
de esos gigantes, las palabras se
empequeñecen, son corsés ridículos,
endebles
vallas de madera que una tormenta
doblaría
muerta de risa.
Sólo
sirven para recordarnos de qué condición
estamos
hechos,
que
somos pequeñas cajitas,
contenedores
capaces de llevarse una porción
del
gigante, de cuidarlo,
de
ser sus anfitriones,
de
procurarlo día a día.
Nená de la Torriente