Siéntate
un poco conmigo,
ahora
que no hay sombra
y
cae el relente.
Apoya
tu hombro sobre el
mío
y que hable el silencio.
Tanto
hemos gastado
que
hasta podremos cerrar
los
ojos un rato, no mucho,
para
que no se escape la
atardecida
y la embeban
las
pupilas hambrientas siempre
de
sus tonos anaranjados.
Dame
la mano,
porque
ese sencillo gesto
acompaña
más que cientos de ellos.
Seamos
hermanos
a
la caída de la tarde,
bajo
este árbol amigo y boscoso
con
la única aspiración de respirar
lento
y ‘a dos’.
Nená de la Torriente