En
el viejo rucho de piedras
las
carreras por bajar a la bolera
o
por subir a casa nos dejaban sin aliento.
Los
saltos por encima de los muros
de
musgo en verano,
escapando
a la embestida de las vacas
que
mochaban a todo lo que erguido se movía,
y
la sisa de fruta en fincas ajenas,
levantaron
la piel de nuestras rodillas y
los
raspones de nuestras manos
eran
victorias de niños.
Ahora
vemos a grandes haciendo lo mismo
a
dos manos, sentados en sillones,
sin
ánimo de juego, sin chanza infantil,
sin
rodillas peladas ni sonrisas inocentes.
Minando
a espuertas a pobres, a muy pobres,
saltando
muros de bancos enormes, y diciéndonos
lo
que vamos a hacer, lo que nos toca por derecho,
y
lo que nos pasará si no lo hacemos.
¿Da
miedo, si?
Y
no puedo dejar de pensar
en aquella niña que corría
por
aquel rucho de piedras, intentando
llegar
a casa.
Nená de la Torriente