Cuando
repaso las líneas del teclado,
los
cantos de la mesa,
las
cuerdas de la guitarra,
las
púas de ese peine que no uso,
las
arrugas de mi vestido de algodón,
soy
consciente de lo poco acariciados
que
estamos.
Ni
siquiera estamos educados para la
caricia, para recibir el tacto de otro
sin
miedo, con esa sencillez como el viento
envuelve
las hojas de los árboles o
mueve las
hierbas altas delicadamente.
Nos
molesta que nos toquen, que tropiecen
aunque
sea sin querer, que nos rocen.
Nuestro
espacio es sagrado, es un búnker
invisible
de protección y euritmia.
Salimos
de él para ser quien posa los dígitos
sobre
las cosas,
para decidir
qué tocamos,
cuándo
lo hacemos y de qué modo.
Nená de la Torriente