viernes, 9 de agosto de 2013

-Hipo íntimo-

La insensata juventud lo hacía más fácil.
A mí me gustaba el amarillo, el número 7, la música celta, los zapatos planos y las faldas largas, y conducir un mini mil de color rojo.
Siempre el arroz, siempre, y no hablaba ni de política, ni de religión católica.
Me entusiasmaba el estudio de las religiones, las diferencias y las puestas en común. Esa necesidad de religazón del ser humano con una verdad diferente y desconocida.
En cambio ahora no sé cual es mi color favorito, ni tengo un número preferido, la música es bella siempre, y me gusta más andar que conducir. Sobre la ropa, me da lo mismo, no sabría decir qué estilo prefiero. Hablo o callo de todo.
Antes no llegaba a decir ‘yo es que soy así’ o ‘yo es que lo tengo claro’, pero de algún modo sí lo creía. Todo estaba ordenado, mucho más estacionado en baldas y en cierto sentido era lógico: sabía menos y tenía menos cosas que colocar, luego me sobraba sitio, y lo iba encajando bien, sin grandes dificultades.
Pero te vas haciendo mayor y surgen relaciones y aprendizajes nuevos. La mirada del otro es fundamental. Tener en cuenta cómo ve otra persona el mundo, y otra, y otra, y meterse en sus pieles, te hace crecer, ampliar perspectivas, aunque no necesariamente aceptes como válidas sus opiniones.
 Comprendes que la vida no se cursa en los libros, aunque éstos ayudan muchísimo, pero no lo suficiente. La vida es un careo con todo lo que te rodea, es la necesidad de aprender a amar a los afines y a los diferentes, y a entenderlos desde sus vísceras. Necesitas aceptar sus imperfecciones desde tus propias imperfecciones, crecer sin una revolución interior, sino como una evolución natural sin partos dolorosos.
Más tarde te das cuenta de que eres una minúscula parte de un generoso y gigantesco mundo lleno de ‘yoes’, a veces a oscuras -como tú-, a veces con la luz de la lamparita encendida. Éstos siempre con las yemas de los dedos extendidas, a unos centímetros de las tuyas, y sólo es cuestión de un pequeño gesto, para poderlos rozar.




Nená de la Torriente