Tenía
tanta hambre de inocencia
que
creer no era un acto de valentía,
ni
un optimismo fatuo o altruista.
Creer, con las manos abiertas sin hacer
preguntas, sin rebuscar en la faltriquera
verdades
o mentiras, que serían sólo piedras
de
un río con insuficiente agua
para
llevar en su caudal peces, la vida,
y
eso era lo único que importaba.
Tenía
tanta hambre de ternura
que
querer no era un acto de valentía,
ni
un esfuerzo doloroso o una amenaza.
Querer, con el corazón como una ventana
despejada
de vidrios donde se colase cualquiera,
sin
preguntar el nombre o las intenciones,
porque
eso no interesaba,
la
ternura devolvería ternura
y
eso era lo único que importaba.
Tenía
tanta hambre de justicia
que
luchar no era un acto de valentía,
ni
una bravuconada sin juicio.
Luchar, con la sensatez del que sabe que sólo
se
lucha si no se pasa por encima
de
ningún occiso,
si
no se humilla para alcanzar finalidades,
porque
no hay lucha que justifique la herida
ni
ningún otro acto de sangre,
y
eso era lo único que importaba.
Nená de la Torriente