domingo, 25 de agosto de 2013

-No se lo digas a nadie-

Por instantes me recuerdas al cuco 
con su austero canto, casi de niño. 
Ojala existieran momentos como escenas 
en un teatro de marionetas,  donde poder 
sujetar o cortar los hilos a capricho, 
esto pasó,  esto no ha pasado. 
Pero en el fondo no me importa,  no es algo 
que pediría por Navidad. 



Tampoco creo que todo enseña,  no, 
eso es un triste consuelo estúpido. 
Sí congelaría momentos de felicidad ingenua 
donde el término felicidad no se pronuncia, 
porque aún no sabía qué significa 
y no los agrando ni los magnifico, 
sólo los dejo estar y ellos me llevan. 
Arriba en la cabaña de Regina cuidando ganado 
tumbadas en el verde. 
Sobre el carro que llevaba Antonio junto a Anita, 
sentada en las tablas que tanto se movían. 
Recogiendo patatas en el sembrado de Oliva. 
Conduciendo el mini de Titá de la facultad a casa 
día tras día. 
La calle Huertas cada fin de semana, 
sin faltar a una cita. 
Los ligues o “refresquillos” en el madrileño más 
castizo,  los novios,  palabra desterrada para siempre, 
los besos en las esquinas. 
Los poemas en las servilletas de todos los baretos 
a cualquier hora del día. 
Pisga,  Porro,  Kien,  Coco… Todos los perros,  todos 
los queridos gatos caídos. 
Los viajes en el tren correo con mi hermano Suso, 
siempre con gente distinta, 
con mil historias curiosas. 
Granada de la mano de Irving. 
El embrujo de Irlanda,  la puerta de Europa. 
Body,  mi compañero. 
El intento desesperado de borrar las historias feas y 
llegar a la amnesia voluntaria, 
una amnesia que se ha comido con voracidad muchas 
más cosas de las que quería. 
Cientos de lecturas extrañas. 
Veinte años en una isla. 
¿Sigo siendo yo? 
Déjame pensar ¿Me queda tiempo? 
Mª Ángeles ¿Me queda tiempo? 
Tú me dirías que sí,  que todo el tiempo 
del mundo,  y yo ya no sé que pensar. 



Nená de la Torriente