Me
gustaba dejarme caer rodando
por
el prado como un tronco,
elegía
pequeñas lomas y encogía
las
manos sobre el pecho,
juntaba
las piernas y las estiraba,
me
impulsaba y ¡árbol va!
Esa
sensación de abandono
no
era comparable a otras,
porque
no entrañaba riesgo
y
siempre me quedaba el intenso
olor
a hierba en el pelo.
Trepar
a los árboles si no era
para
coger fruta nunca tuvo sentido,
lo
de las alturas no me seducía mucho;
me
gustaba ver las cosas de abajo hacia arriba,
la
perspectiva era inmensa,
en
cambio, mirarlas desde arriba,
me parecía que las hacía pequeñas y que
de algún modo me las estaba perdiendo.
Por
eso casi siempre estaba por los suelos
o
tumbada mirando hacia el cielo,
viendo
como las sombras iban formando
más
sombras, y como las hojas de los árboles
hablaban
entre ellas,
o
los insectos viajaban tintando el cielo
en
un viaje indescifrable y anárquico.
Cuando
alguien se acercaba hasta mí
veía
una cara como un enorme plato
y
un cuerpo diminuto en segundo término,
recuerdo
que sus bocas
parecían
enormes canales de succión.
Cuando
la tarde caía, bajaba como cuando se
extiende
un mantel en la mesa, ondulante,
pero
a cámara lenta, con una precisión exquisita,
era
una visión prodigiosa
que
nunca quería perderme,
y
corría a tumbarme cada día
a
la misma hora en el mismo lugar.
Nená de la Torriente