martes, 20 de agosto de 2013

-Aquellas cosas...-

Me gustaba dejarme caer rodando 
por el prado como un tronco, 
elegía pequeñas lomas y encogía 
las manos sobre el pecho, 
juntaba las piernas y las estiraba, 
me impulsaba y ¡árbol va! 
Esa sensación de abandono 
no era comparable a otras, 
porque no entrañaba riesgo 
y siempre me quedaba el intenso 
olor a hierba en el pelo. 

Trepar a los árboles si no era 
para coger fruta nunca tuvo sentido, 
lo de las alturas no me seducía mucho; 
me gustaba ver las cosas de abajo hacia arriba, 
la perspectiva era inmensa, 
en cambio,  mirarlas desde arriba,
me parecía que las hacía pequeñas y que 
de algún modo me las estaba perdiendo. 
Por eso casi siempre estaba por los suelos 
o tumbada mirando hacia el cielo, 
viendo como las sombras iban formando 
más sombras,  y como las hojas de los árboles 
hablaban entre ellas, 
o los insectos viajaban tintando el cielo 
en un viaje indescifrable y anárquico. 

Cuando alguien se acercaba hasta mí 
veía una cara como un enorme plato 
y un cuerpo diminuto en segundo término, 
recuerdo que sus bocas 
parecían enormes canales de succión. 

Cuando la tarde caía,  bajaba como cuando se 
extiende un mantel en la mesa,  ondulante, 
pero a cámara lenta,  con una precisión exquisita, 
era una visión prodigiosa 
que nunca quería perderme, 
y corría a tumbarme cada día 
a la misma hora en el mismo lugar. 





Nená de la Torriente