-No me dejes pensar
en martes-
La sangre, ese líquido caliente que se enfría, es sólo eso.
No creo en las
uniones que la sangre genera, ni en los
lazos que un líquido
que se enfría tan
rápido pueda crear.
Creo en ese tú a
tú, personal, al que llamo familia, en el que no son todos los que están, ni están todos los que llenan una sala con
risas, y a veces sin una sóla sonrisa.
Las uniones son
extrañas, no tanto como para hablar de
auras, como el brillante Kirlian con su
fenómeno del ‘efecto corona’, pero si de
esa extrañeza que comporta una magia singular.
En ocasiones, al instante sabes
que una persona te desagrada por su rictus, por cómo mueve la mano, por cómo contonea el cuerpo de adelante hacia
atrás con los pies fijos en el suelo, o
por la manera de llevarse la mano a la nariz reiteradamente. Nunca sabes muy
bien el motivo, ni lo analizas en el momento,
pero no te acercas. En cambio, otras, te fijas en alguien tal vez de aspecto extraño, o incluso desagradable a la vista, que incita a tu ánimo a estar cerca, a charlar con él o ella, a querer saber cómo es.
Somos extraños o
tal vez no. Quizá esa teoría griega de que éramos uno, un uno perfecto, hombre y mujer que fuimos separados, sea un poco verdad. Ahora andamos buscándonos
incansablemente en un revoltijo de similares más o menos afines, otros
absolutamente contrarios, enredados en
una ruleta de encuentros y desencuentros siempre generosos. Somos capaces de
tomar, como quien saborea un tinto
exquisito, ese gesto, ese matiz sutil de cada persona que se
cruza, como un rayo fugaz que ves atravesando otra pupila, de tal modo que
para tus ojos se hace única.
Pero la sangre, la sangre es sólo sangre, un líquido denso que
se enfría demasiado deprisa.
Nená de la Torriente
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