martes, 10 de julio de 2012





-No me dejes pensar en martes-

La sangre,  ese líquido caliente que se enfría,  es sólo eso.
No creo en las uniones que la sangre genera,  ni en los lazos que un líquido 
que se enfría tan rápido pueda crear.
Creo en ese tú a tú,  personal,  al que llamo familia,  en el que no son todos los que están,  ni están todos los que llenan una sala con risas,  y a veces sin una sóla sonrisa.
Las uniones son extrañas,  no tanto como para hablar de auras, como el brillante Kirlian con su fenómeno del ‘efecto corona’,  pero si de esa extrañeza que comporta una magia singular. 
En ocasiones,  al instante sabes que una persona te desagrada por su rictus,  por cómo mueve la mano,  por cómo contonea el cuerpo de adelante hacia atrás con los pies fijos en el suelo,  o por la manera de llevarse la mano a la nariz reiteradamente. Nunca sabes muy bien el motivo,  ni lo analizas en el momento,  pero no te acercas. En cambio,  otras, te fijas en alguien tal vez de aspecto extraño, o incluso desagradable a la vista,  que incita a tu ánimo a estar cerca,  a charlar con él o ella,  a querer saber cómo es.
Somos extraños o tal vez no. Quizá esa teoría griega de que éramos uno,  un uno perfecto,  hombre y mujer que fuimos separados,  sea un  poco verdad. Ahora andamos buscándonos incansablemente en un revoltijo de similares más o menos afines, otros absolutamente contrarios,  enredados en una ruleta de encuentros y desencuentros siempre generosos. Somos capaces de tomar,  como quien saborea un tinto exquisito,  ese gesto,  ese matiz sutil de cada persona que se cruza,  como un rayo fugaz que ves atravesando otra pupila,  de tal modo que para tus ojos se hace única.
Pero la sangre,  la sangre es sólo sangre, un líquido denso que se enfría demasiado deprisa.




Nená de la Torriente

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