La
seguías.
Eras
esa única nube
en
un cielo azul intenso
encima
de la toalla extendida.
Ella
tumbada, tú arriba,
movía
tres metros su posición
y tú eras impelido por el viento.
La
seguías.
Un
paso detrás de sus pasos,
ese
clac que hacía que se diese la vuelta
una
y otra vez, sin nadie detrás.
Sin
simetría, un ruido nada más,
un
sonido descuidado y torpe.
La
seguías.
Un rostro plano en el sueño,
el
que estaba allí y ella no podía ver,
el
que la salvaba,
el
que la tapaba,
el
que la amaba.
La
seguías.
Nunca
has dejado de buscarla,
de
acompañarla, de imaginarla,
y
ella lo ha sabido siempre.
Nená de la Torriente
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