La
vida cansa, cansa mucho.
Para
no recordar, inventemos.
Creemos
un lugar especial, tanto
como
lo somos nosotros,
a
la medida de nuestro pié.
Quizá
quepa otro par de pies,
o
unos cuantos más,
dejemos
estar eso.
El
cielo –porque podría haber un cielo-
sería
de color ámbar,
pero
sería asfixiante.
Amarillo,
pero
resultaría caluroso,
verde, enloquecedor.
Tendría
que ser azul relajante.
El
suelo, podría ser gris,
demasiado
triste, el malva
resultaría inseguro.
El
verde sería gozoso.
Pero
si azul, si verde, no cambiaría mucho
el
color de mi norte.
Dejemos
estar esto.
Y
si ¿andásemos al revés?
Tendríamos
que invertir el sistema circulatorio.
No
tiene ningún sentido, y además acostumbrarse.
Suprimido.
Pasemos
a cuestiones de otra índole.
¿Qué
se hace en un mundo imaginado
que
sea distinto de un mundo real,
y
que por supuesto resulte atractivo?
Dejar
de pensar.
Dejar
de amar.
Dejar
de escribir.
Dejar
de llorar.
Dejar
de comer.
Dejar
de dormir.
Dejar
de soñar.
Dejar
de pintar.
Dejar
de recordar.
Dejar
de dejar.
Supongo que el mundo real no es tan aburrido,
y
recordar no es tan malo.
Nená de la Torriente
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