Sabíamos que la luz andaba cerca,
la manzana no podía haber crecido sola,
y tanta maleza salpicada en rocío,
y tanto color prendido en las cosas.
Éramos tontos.
Adán y Eva sin prosapia,
un rubor en la mejilla
por algo parecido a un beso,
y un par de preguntas inventadas
cebando un corazón afónico.
Adán caminó hasta la llanura
y no regresó nunca, y
yo me quedé en el borde
del cantil sentada.
Nos separó la búsqueda
de los ingenuos,
y tanta sorpresa.
Los vestidos de las cosas
y su ávida anuencia.
El codiciar imperfecto y fiero
de lo que ya era único y perfecto.
Nená
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