Él
siempre fue un ladino.
para
buscar alguna cajita o cajón,
aunque
sus preferidos eran los bolsos
medio
abiertos, para orinarles encima.
-Sí, he dicho bien-
Cuando
regresaba, se enredaba
entre
mis piernas como un
muñeco
adorable y enternecida
le
besaba, y ya en mis brazos
empezaba
la batalla.
Me
lanzaba arañazos como un gato poseído
que
ha visto un ratón y
tiene
que bajarse a toda prisa.
Tanto
es así,
que
en las clases, los compañeros dudaban
si
me autolesionaba,
era
demasiado extraño por mi carácter
pero
las pruebas físicas estaban ahí.
Al
pérfido gato le llamamos Coco,
y
lo cierto es que lo era.
Me
pasé noches enteras intentando imaginarme
cómo
debía colocar sus posaderas,
en
qué posturas antinaturales y absolutamente
gimnásticas
se ponía, para alcanzar
con
tal precisión sus objetivos.
Aunque
nunca llegué a averiguarlo.
Coco
se escapó un día
-debimos
parecerle una familia aburrida,
o
demasiado gastada como mingitorio-
y
fue en busca de otras víctimas.
Supongo
que haciendo honor a su nombre
se
dedicaría a asustar, para empezar,
a
los pobres niños en el parque,
orinando
sus juguetes.
¡Qué
viene el Coco, qué viene!
Nená de la Torriente