Cuánta
prisa lleva el sol
en
llegar a tu ventana.
Quiere
incendiarte la habitación,
tomarte
cautivo o darse preso.
Codicia
tu espalda y tus piernas
hasta
alargarlas.
Le
ves llegar y sonríes.
Tus
ojos luminosos se comen
el
cielo, a cambio el sol
se
queda adherido a tu pecho,
como
un pacto de caballeros
que
se ceden lujos con un aval.
Ese
sol de la tarde
se
posa en tu repisa a lo largo
para
desmayarse despacio, y
lo
hace lentamente, satisfecho.
Nená de la Torriente