La
alamanda dorada cubría su pelo
aunque
en sus sienes lucían
pequeños jazmines blancos.
¡No
me zarpes más, no me zarpes!,
le decía a la belleza de todo lo visible.
Nada
le era desdeñoso o indiferente,
todo
tenía un valor inherente y un esplendor
casi
hipnótico,
porque
los cuerpos -decía ella-
se
arrastran hacia las yemas o en su defecto
a
tocarse del modo que sea,
una
necesidad ineludible,
como
improrrogable es mirarse,
y
existe tanto amor entre nosotros
que
es muy difícil no observarnos
por
dentro, y más adentro,
mucho
más hondo.
Nená de la Torriente