domingo, 21 de julio de 2013

La alamanda dorada cubría su pelo 
aunque en sus sienes lucían 
pequeños jazmines blancos. 
¡No me zarpes más,  no me zarpes!, 
le decía a la belleza de todo lo visible. 
Nada le era desdeñoso o indiferente, 
todo tenía un valor inherente y un esplendor 
casi hipnótico, 
porque los cuerpos -decía ella- 
se arrastran hacia las yemas o en su defecto 
a tocarse del modo que sea, 
una necesidad ineludible, 
como improrrogable es mirarse, 
y existe tanto amor entre nosotros 
que es muy difícil no observarnos 
por dentro,  y más adentro, 
mucho más hondo. 




Nená de la Torriente