Atesoro
la voz más hermosa del mundo,
que
escuché en un pasillo de un edificio
en
un instante cualquiera.
Atesoro
el pelo más brillante del mundo,
que
observé en una romería del norte
un
mes de agosto de un año sin nombre.
También
atesoro las manos más armoniosas,
con
dedos delgados y delicados
que jamás he visto, en un concierto
una
noche de febrero en un país
distinto
al mío.
Atesoro
la mirada más seductora
del
mundo,
en
los ojos de una mujer árabe atrapada
en
una tierra que no era la suya.
Atesoro
el verso más limpio que jamás he leído,
a
un poeta anónimo que nunca dejará de ser
anónimo.
Y
me duele atesorar tanta maravilla
y
no saber cómo describir todo esto,
con
estas torpes yemas y la geometría
de
un inane teclado.
Nená de la Torriente