Una
vez que atraviesas el laberinto,
no
por el recorrido marcado
-sería
bobo, es tu laberinto-,
la
intimidad parece menos desordenada,
a
pesar de que las baldas estén inclinadas,
y
los tabiques tengan ángulos complejos.
En
el fondo es un pozuco de agua que se agita
y
se renueva una y otra vez,
rellenándose
en el hueco de las manos.
Somos
corre caminos inquietos buscando
una silla, un lugar, un nombre, un corazón,
un
tronco de árbol donde marcar una cruz
u otra señal.
Tan contradictorios, que en ese abanico
nos
encontramos viviendo muchas vidas, tantas
como
se nos antoje, o como estemos convencidos.
Un
día despertamos y el juicio
se
ha cansado de nosotros
-demasiado
salto mortal
en cuerda fija, innecesario-, y
nos dice:
'avísame cuando pienses algo con algún sentido’.
Decides
entonces vivir,
sólo vivir sin construir axiomas,
sin
hacer balance al acabar el día,
sin
comprometer tu cuerpo a una soga, a un horario,
a
esa sensación de estar vendido.
Quizá
haces algo parecido,
pero jamás vuelve a ser igual.
Nená de la Torriente