Cada
pincelada era un hurto,
un
espacio de viento, llanura,
montaña
o carne desnuda viva,
siempre
en latido,
un
hechizo inaudito
hecho
con piezas de este mundo:
sencillas
pinturas.
¿Cómo
lograba esa descarga
en
un lienzo en blanco, plano,
ayuno
de vida,
llenarse
de aquel estrépito?
Le
miraba,
sólo
un hombre corriente,
de
manos ásperas,
de
ojos como los peces,
transparentes,
huecos
y hondos,
como
si pudiera la luz
invadirle
entero
y
luego regurgitarla en el lienzo.
¿Pero
cómo podía?
Recordé
las pinturas de las cuevas,
aquellos
bisontes pintados
que
al serlo ya estaban cazados,
sólo
había que salir a por ellos.
¿Sería
esa criatura
un
ladrón de almas, un pirata
de
la esencia de las cosas?
¿Pero
cómo podía?
Nená de la Torriente
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