Madrugadas
para el desvelado,
donde
se puedan vaciar las cuencas y dejar
que
los ojos salgan por las ventanas,
y
que recorran con la brisa todos los susurros
que
la noche ha dejado pintados en las aceras.
No
madrugadas para ser legaña de la carretera
ni pelo de peine en el callejón del trabajo;
donde
el dolor del cuerpo ciega la injusticia del salario
y
el exceso de las horas.
Madrugadas
para aferrarse a un cuerpo caliente
que
no te rechace y que un ‘algo’ gutural diga que
te
quiere, no para arrastrarse hasta el baño a llorarse
en la ojera y en el amarillo parpadeante de la luz del armario.
Esa
madrugada silenciosa que te va invadiendo como
un
amante,
que
va y viene, arropándote y quitándote la ropa,
para
mostrarte el mundo de ahí afuera
del todo singular.
Nená de la Torriente