el
mejor mundo
de
todos los posibles,
y
nunca oí hablar de Leibniz.
Tenía
un jardín pequeño
con
un techo hecho de tela,
deseaba
un cielo que tocar
e
imaginarme hablándolo.
Poseía un mar de sábanas
que
mamá agitaba para que
pudiera
nadar dentro,
y
un palmeral con las camisas
del
abuelo cogidas con pinzas
en
el tendal.
La
felicidad no era una palabra
que
saliera de mis labios,
la
sonrisa sí, en cadeneta.
Nená de la Torriente