pero
de los sapos aparecen los príncipes,
así
que no lo arrojo para ver si quiere eclosionar
-tipo
magia hermanos Grimm-
antes
de que desaparezca de este mundo.
Claro
que tendría que regalarlo,
porque
muy a mi pesar, los príncipes me dan
alergia, exantemas pruriginosos
que
me hacen redescubrirme el cuerpo,
algo
realmente molesto.
El
sapo es arrugado y feo.
'Un
hijo de Dios', eso que siempre se dice
cuando
el animalejo es realmente poco bonito.
A
veces extiendo la lengua y le muestro el mundo
y
veo cómo sus ojos orbitan entusiasmados
desde
una deshumanidad contagiosa.
Envidio
al anuro y le digo bajito:
’Tú
ahí quieto,
no
saques tu corona pretenciosa y tus piernas largas
de
varón medio bobo’.
Y
hasta ahora parece que me ha entendido.
Nená de la Torriente