martes, 24 de septiembre de 2013

Tengo un sapo en la lengua,  
pero de los sapos aparecen los príncipes, 
así que no lo arrojo para ver si quiere eclosionar 
-tipo magia hermanos Grimm- 
antes de que desaparezca de este mundo. 






Claro que tendría que regalarlo, 
porque muy a mi pesar,  los príncipes me dan 
alergia,  exantemas pruriginosos 
que me hacen redescubrirme el cuerpo, 
algo realmente molesto. 
El sapo es arrugado y feo. 
'Un hijo de Dios',  eso que siempre se dice 
cuando el animalejo es realmente  poco bonito. 
A veces extiendo la lengua y le muestro el mundo 
y veo cómo sus ojos orbitan entusiasmados 
desde una deshumanidad contagiosa. 
Envidio al anuro y le digo bajito: 
’Tú ahí quieto, 
no saques tu corona pretenciosa y tus piernas largas 
de varón medio bobo’. 
Y hasta ahora parece que me ha entendido. 





Nená de la Torriente