Si
no sobrevivimos, la respiración
se
acorta, las palabras se pierden,
lo
escrito amarillea,
la
emoción se esconde de ella misma
en
cuanto cruza una esquina
extraña,
las
manos tiemblan
y
la memoria nos abandona.
Entonces, qué nos queda.
¿Una
risa?
Si
es así valió la pena.
Ese ¡Soy el dueño del mundo!
de
los veinte años,
ha
de perdurar hasta el término
de
nuestra exigua edad.
Nená de la Torriente