en el último
rincón de la escalera, 
en el mechón largo
de la niña 
de carita sucia. 
La luz estaba
colándose 
por la cortina, 
burlando las
partículas en suspensión, 
podía tocarla, 
y hasta decir que
era mía 
pero seguía más
allá del pasillo 
y se perdía. 
Estaba en la baranda
de salida del mercado, 
entre las manzanas
y las fresas, 
jugando en los
pliegues rojos de la anciana, 
ahora en su
mejilla,  ahora bajo el labio. 
Entre los hierros
fríos de los bancos y 
los huecos de sus
maderas. 
En la P de Pablo en un enorme corazón 
de tiza,  y
en un traste de
una guitarra callejera. 
Intenté atrapar
una de sus lanzas y salté 
por encima de una
piedra, 
pero no podía
dejar de reírme 
por la caprichosa
fugacidad
de sus destellos, y caí. 
Nená de la Torriente 
