Hay
tantos ojos que quisiera mirar,
detenerme
en su rellano
y
charlar de pupila a pupila, sin prisa,
sin
ese reloj caprichoso que marca las pautas.
Aunque
yo quisiera,
aunque
yo pudiera,
los
otros ojos se seguirían de palabras
e
impedirían ese lenguaje secreto que
conocen
los ocelos.
No
siempre podemos hacer lo que queremos
-decía
mamá-
y
de sobra sé que decía bien.
Alguna
vez he podido hablar con miradas perdidas
sin
que sus dueños se dieran cuenta.
Ha
sido como una gozosa siesta en el verde.
He
aprendido tanto de su descuido hablador
que
me he sentido en deuda.
Las
cosas son tan sencillas en su complicada
exposición,
que
parecemos ratones blancos de laboratorio
para alguna mente absurda que lo enredó todo,
-seguro
que fue humana-
Ojalá
que alguien nos diera la mano cada día
para
que no nos alejásemos del camino
que
más nos entusiasma.
Nená de la Torriente