Somos extraños vagones los unos y los otros,
no por vernos pasar
nos conocimos, y si dijimos
adiós al cruzarnos en las horas,
fue sólo en eso
en lo que nos tuvimos.
De tan breve ese recorrido,
que para el mínimo roce
en que nos arroga,
¡por Dios, que no nos llegue
desastroso!
Que ya una rueda nos remienda,
y otra más certera
nos remata.
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¡Véndame los ojos,
ve y véndame los ojos!
Si no lo haces
advertiré el sueño
que sostienes en los tuyos,
que aunque mi boca sepa
ser una cripta,
mis ojos no saben
ser clandestinos.
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Seco
bajo húmedo
-son
las gotas inquietas-,
el
aguacero no siempre nos avisa.
Puedes
recorrer con los dedos
la
densidad del cielo,
plúmbeo
de calma,
¡y para nada es así!
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Él
se dice seráfico,
nada
envidioso,
ella
no se maquilla
porque
la belleza no se adereza,
y
entre tanta modestia
y
tanto nudismo
hay
un espejo al ególatra
que
suele maltratar al que es distinto.
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Uno
anda dando pasos fortuitos
en
tierra de ninguno,
pero
siempre habrá alguien
que
dirá que esa tierra es suya,
y
de tanto desoír ese extraño lenguaje
se termina desatendiendo a la exactitud.
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Somos
libros rotos,
algunos
llevan cubiertas falsas,
a
otros les han mordido capítulos enteros.
Prometemos
no revelar el final
pero
invitamos con sugerente ademán
a
que construya el otro el que prefiera.
(Si es que eso no nos deja en evidente
inferioridad)
Nená
de la Torriente