Esta
punzada fatal
no
me deja alzarme
y
parecer un árbol crecido,
ni
siquiera me sostengo
como
matojo indefinido
asilado
en el ramaje
de
cualquier espesura.
¿Mi
nombre?
Unas
letras esparcidas
sobre
la nieve hirviendo,
que
volverán a derramarse
para
dejar de zarpar.
En
el piso de arriba,
un perro ladra ronco
de
dolerse tan solo,
y gime
y se lamenta
como cualquiera de
nosotros.
¿Su
nombre?
Importa
tanto como el mío
que
ha volado
de labio parlero a mudo,
oyéndose
amado y único
por
una boca real.
Nená
de la Torriente