viernes, 12 de agosto de 2011

-Cuento para dormir un viernes-


En el reino de la gota gorda, en el cristal de la segunda ventana, la humedad del mar llenaba de diminutas gotas sus dominios. La lluvia de alguna tarde caía generosa, como una invasión nada hostil, y los habitantes celebraban fiestas, cruzando caminos y aprendiendo nuevos bailes. Era un reinado protegido por un hada hermosa, que cada día abría el país de la gota gorda para airear su habitación –según decía ella-. Así, las pequeñas y las grandes gotas, podían ver un mundo de color distinto al mundo de color que había al otro lado, donde el mar golpeaba con enormes olas. Un día, el corazón del hada –la niña bella- estaba triste, su padre había salido a pescar y no volvía. Pasaban las horas, los días, y ella se aferraba al marco de la ventana con un candil, por si él pudiera verla. Una mañana se derrumbó y comenzó a llorar desconsoladamente. Una de sus lágrimas saltó al cristal al tiempo que sonó la campanilla de la puerta, papá había vuelto.
La lágrima se quedó quieta, brillando entre todas las gotas.  La gran gota gorda enseguida se dio cuenta, ¿por qué esa gota brillaba? ¿por qué era distinta?, aparentemente parecían iguales. La miró, la remiró, la llevó al consejo de gotas ancianas y no encontraron respuestas. ¿Qué hacía que una lágrima siendo una gota fuera distinta de otra gota? Una gota pequeña cargadita de sal, inocente e inquieta, garabateó la respuesta antes de caer al mar, pero claro la escribió al otro lado del cristal, y su respuesta fue:
  

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