jueves, 7 de julio de 2011


-Una tostada, una amiga-
 La conocí en domingo, a la hora del blanco, en una terraza sembrada de adormiladas sargantanas con rostros humanos, un despliegue de abandono contagioso.
En la isla cualquier instante se vive como una eternidad si se mira al sol como una enorme fuente amarilla, dispuesta a emborracharte de milagros; así habitantes de paso y no tan de paso, inclinan sus rostros hacia el horizonte como extasiados, como si de un ritual secreto se tratase.
En mayo, los días de sol eran regalos, anticipos de lo que meses más tarde, serían una explosión, una locura.
Zapatillas bajas y piernas ligeramente “escayoladas”, blancas como marfiles encerrados por largo tiempo, hambrientas de luz y de brisa con olor a sales. Faldas vaporosas, tímidas, con chaquetas de punto amarraditas a las cinturas. Rastas y miradas de intelectualidad mediocre, perillas y ademanes de espíritus comprometidos con la vida y alguna que otra cartera y corbata; así se desplazaba el aire de la acera con aromas tan diversos como el color que ya empujaban los pétalos al otro lado del bar, en la alameda.
Detrás, en el puerto, sonaba una sirena, idas y venidas se empujaban unas a otras sin conocer sus presentes, un momento rabioso de color que siempre llamaba la atención.
Detrás de los cristales miraba las nucas de mis salamandras vencidas al sol, e imaginaba como serían sus vidas tras esa pausa. Me sentía una extraña en muchos momentos, en otros tomaba aire creyéndome ser el testigo mudo, el lienzo que iba a tomar prestado todo aquel hermoso escaparate. 
Ella era pequeñita y nerviosa, buscaba en un enorme bolso de tela algo con inquietud, con tanta, que trasmitía algo de la misma a los que se sentaban cerca, haciendo que volviesen sus ojos a sus propias pertenencias casi de una manera instintiva. Era corriente de aspecto pero una vez expuesta a cualquier ojo atento, le atrapaba sin remedio. Amarraba las enormes asas de su bolso, miraba dentro, metía la mano y levantaba la vista al frente, dejando la mirada perdida con una ligera apertura de labios, casi bobalicona, volviendo a repetirlo una y otra vez. Aunque pueda parecer que en sí mismo aquel movimiento no despertaba interés alguno, no era así, sino al contrario, sumía en un curioso examen aquella mirada perdida tan llena de cosas, tan suya y tan interesante.
Después del vino me había entrado apetito, apetito feroz para variar -ojala conociera la medida exacta de mis hambres tras el etílico, siempre tiránica con mi débil voluntad-
Llamé al camarero, un muchacho recortado con  muchas horas de trabajo.
-¿Podrías traerme una tostada con aceite y tomate?
-Sí, no faltaba más –contestó con una sonrisa vacía, y raudo voló al final de la barra.
La muchacha nerviosa miró el plato que acababan de dejarme en la mesa con sorpresa, yo sospeché que con voracidad, sabe Dios. Poco tiempo después la situación no había cambiado, su mirada seguía clavada en mi tostada y a mí no pudo más que darme la risa.
-¿Quieres? –la dije sin esperar respuesta.
-Si –contestó sin más
-¡Ea, pues ven! –la dije, ya no me quedaba más remedio.
Sabina era su nombre, y su pasado, sólo suyo.
No sabría como explicarlo pero en unas horas ya éramos amigas, algo que en la isla era casi normal y tenía una explicación bien sencilla. Un punto de paso, eso es Ibiza. Siempre pensé que un gran número de la población eran huidos, pequeños prófugos que querían perder una identidad pasada, difícil o sencillamente anodina. Esas amistades de la niñez, para muchos, eran casi parte de otro mundo, un premio por no huir, y por soportar la carga que les había sido dada en sus dóciles o firmes vidas. Por haberse mantenido fieles a su raíz. Aquí las cosas rodaban a otra velocidad, por necesidad o por inherente demanda. Las amistades eran sin grandes exigencias, en esas puertas de entrada y salida, siempre fieles dentro de las estancias que ocupasen, eternas o etéreas.

Nená

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