Dulcemente se
despierta la intimidad
menos oportuna,
esa que cuando niños
resultaba tan accesible.
Las mañanas no son
silbatos dispuestos
en hilera,
ni botones que
abrochamos implacablemente.
Todo se renueva
desde una hoja nueva,
vacía e inocente,
sin haberla aún acariciado con los ojos.
Nacemos a la infancia
sin atajos,
como un primer
vestido de domingo
cuando sólo existe ese día y ningún otro.
Dulcemente el
corazón vuelve
de las
calles que se estrechan
y decide quedarse,
cuidarse de los
colores plomizos
y de los olores
rancios,
que contaminaron todo
con pequeñas amarguras absurdas.
Nená de la Torriente