Hay tormenta en
este acantilado
y ya no prometo.
Distingo el olor
de las rocas
en su humedad
compartida, y
tal vez quisiera
ser como ellas,
pero no sé
aferrarme a la tierra
ni a su contenido
de barro
sin suspirar por
los grises de cielo,
y añorar su desmesurado
temperamento.
Amo el agua, como
el amor
en su estado más
inocente,
sin el propósito y
la demanda
de un cuerpo sobre otro cuerpo
y su demarcación más
ostensible.
Así se descuelgan
las promesas,
una a una,
por imposibilidad
de contrato,
o al menos
por la falta de
ambición.
Preciso de ese libre
ademán
de todo cuanto amo
alargando sus
dedos al infinito,
para que las
raíces no dejen de crecer
hacia el cielo,
donde su recorrido sin duda
se concibe mucho mayor.
Nená de la Torriente