Los nombres de las cosas
languidecen,
se rinden
como terrones de arena
en palmas que se cierran.
La memoria,
la temida celda
de reproches y apremios,
larva su ventaja
sobre el juicio,
deja al corazón huérfano.
Nos hacemos inapreciables,
olvidadizos,
la sombra
en una pared desmedida
de minúsculos gestos,
espuria
en horas de luz,
licenciosa
en el crepúsculo.
Nadie sabe
cómo arde el otro
ni cómo consume el pábilo de su vela
para descansar del siglo.
Nadie escucha
al otro lado de la puerta
ni abraza la orfandad
de sus temores.
Estamos solos,
pero el alma ni ayuna
ni es infructuosa,
no es impar
ni deja nunca
de recordar a quien visita.
Es promesa y advenimiento.
Nená de la Torriente
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